20 de diciembre de 2016

Un río entre la niebla (II)

Contemplé el hermoso paisaje con los ojos llenos de angustia. Más que verlo, tuve que adivinarlo, pues la niebla era tan espesa y siniestra como en Londres. Las sombras de los árboles del oscuro bosquecillo se retorcían dolorosamente como terribles espectros. El ambiente me encogía el corazón. Me encaminé hacia la casa siguiendo las instrucciones del taxista, aún necesité algunos pasos sin rumbo, algún tiempo de palpar entre la espesura atmosférica para comprender que estaba perdida entre las amenazadoras sombras de los olmos (¿o no eran olmos aquellos árboles?). Se escuchaba el murmullo suave de un río cercano. Me dirigí hacia el, atraída irremisiblemente por una extraña fuerza sumamente poderosa, con la vana esperanza de encontrar a alguien que supiera orientarme. Pero la tarde era desoladora, y no se veía ningún ser viviente o no viviente más allá de mi nariz.

Me senté en una piedra junto al río, desconcertada. Dentro de mi se mezclaban un cúmulo de sentimientos extraños, de sensaciones encontradas que me hacían sentir como una prolongación de la niebla ambiental. Un leve chasquido a mis espaldas me sobresaltó, alejándome de mis pensamientos. Me volví y vi acercarse hacia mi una alta figura apoyada en un bastón. No pude ver las facciones de su cara, ni aún cuando estuvo cerca; se trataba de una mujer de unos cincuenta años, y debió ser muy bella en su juventud. Sus ojos, hundidos, revelaban una extraña mirada, como si estuvieran poseídos por una brizna de locura. Desde el primer instante supe quien era.

-Te has perdido.

Su afirmación me llenó de ternura hacia mi misma. Me encontré más insignificante que nunca.

-Sí.

Se sentó a mi lado y se quedó ensimismada. Cada una de nosotras pensaba para sí. El frío empezaba a calarme los huesos.

-Escucha los olmos. Suelen aullar en tardes como esta. A cada uno llevan un mensaje particular. ¿No te dicen nada a ati?.

Recordé unas palabras leídas no sé donde. “Enterré las cenizas de Virginia al pie del gran olmo al borde del cuadrado de césped en el jardín, llamado el Croft , que mira los campos y las marismas”.

-No me extraña que los olmos llamen tanto tu atención, sé la importancia que tuvieron en tu vida. Igual que este río”.



2 de diciembre de 2016

Un río entre la niebla (I)

A veces pienso que no fue un sueño, que fue una realidad tan cierta como esta música suave y lejana que escucho a través del transistor. Y sin embargo, toda aquella atmósfera sombría, todo aquel cúmulo de sentimientos, sólo pudieron ser fruto de una pesadilla surgida entre los restos del alcohol.

Londres, la niebla. Apenas recuerdo mis ojos ávidos, moviéndose agitados en el gris ambiente, intentando localizar entre la bruma unos dedos enguantados; apenas si recuerdo una sombra en movimiento, y mi mano alzándose para hacer una señal. Otra sombra de mayor tamaño se detuvo, chirriando los neumáticos en la fría calzada. Abrí la puerta y descubrí en el interior un hombre con chaqueta de cuero y gorro de lana. No cruzamos una sola palabra mientras me acomodaba en el mullido asiento trasero del taxi.

-Lléveme a Monk’s House, Rodmell.

El hombre no pareció mostrar ninguna extrañeza, como si viajar a Monk’s House fuese lo más normal en su trabajo. En silencio, cruzó las calles de Londres y se dirigió hacia las afueras. No sé cuánto tiempo permanecí con los ojos entornados, envuelta en la oscura telaraña de mis pensamientos. De repente, sin saber cuándo ni como, una mano extraña se posó en mi hombro y me zarandeó suavemente.

-Señorita, hemos llegado.

Aquella voz sin matices no me pareció muy singular. Ese personaje cabizbajo y silencioso no era más que un hombre vulgar, como él se podían encontrar cientos por las calles de Londres. Si abría bien los ojos y aguzaba mis sentidos, podría comprender fácilmente que aquel mundo de ensueño en el que estaba sumergida no era más que una fantasía creada por mi oscura mente. La realidad era mucho más sencilla: había estado en Londres, la tarde era fría y nubosa, había querido visitar la casa de una gran escritora a la que admiraba mucho. Y yo era una simple turista, una de tantas que pasaba sus vacaciones intentando llenar su tedioso tiempo libre con unas historias quiméricas que hacían zozobrar su alma sensible. Bastaba con abrir los ojos, coger el monedero, pagar al taxista y sonreír un poco mientras articulaba unas palabras de despedida. Era suficiente con abrir los ojos. Después podría marcharme a explorar los alrededores con la mirada curiosa y superficial de la turista que viene a comprar cultura de museo.

Pero no podía abrir los ojos. Me sentía clavada al asiento del coche como un árbol a la tierra.

-¿Es que piensa quedarse todo el día en el coche, señorita? –El hombre parecía cada vez más molesto.

Mi terror fue indescriptible. Su voz, ahora autoritaria, me había sobresaltado.

-No, no señor. Ahora mismo me voy. Perdóneme, me había dormido.