28 de septiembre de 2015

Crónicas estivales: Una visita al cementerio


Es una parada obligada. Cada año, en el mes de Agosto, tengo que hacer un hueco entre las múltiples actividades vacacionales para ir al cementerio a limpiar la tumba de mis padres y a cambiar el ramo de flores. No es una visita fácil, por muchos años que pasen, todavía se despiertan en mi un cúmulo de sentimientos que me llenan de inquietud. Los cementerios siempre me impresionan, y éste, donde reposan los restos de muchos seres queridos, me conmueve mucho más.

Lo primero que me viene a la memoria una vez traspasada la verja de hierro, son aquellos fríos días de los difuntos de mi infancia, el dos de Noviembre, en que la visita al cementerio era obligada. Agarrada del brazo de mi amiga Anastasia, tensas, con los corazones en vilo y la mirada llena de miedo, iniciábamos el recorrido por la calle de la izquierda, donde estaban las tumbas más antiguas, algunas con cuerpos trasladados del cementerio viejo. Era la parte que más nos gustaba, imaginábamos historias sobre aquellas personas que habían nacido en el siglo XIX y sobre la vida que  habían llevado. Pensar que habían pisado las mismas calles que nosotras, y habían vivido en las mismas casas en las que ahora vivían sus descendientes nos parecía emocionante. 

Pero al llegar a la esquina, todo el encanto desaparecía. Allí había una fosa en la que, se decía, estaban los huesos de los niños que no habían sido bautizados, y de los fusilados en la Guerra Civil, muchos de ellos en la tapia del mismo cementerio. Decenas de historias acudían a nuestras mentes, historias que se contaban a medias, y en voz baja, porque la dura represión de los vencedores había dejado una huella sangrienta todavía muy presente y el miedo anidaba en las conciencias.